20 de junio de 2015

Última estación para el tren nocturno

Última estación para el tren nocturno

La alta velocidad condena a una forma de viajar centenaria: los largos trayectos en ferrocarril que definieron una era

  • Enviar a LinkedIn
  • Enviar a Google +
  • Comentarios
Viajeros de un tren nocturno a principios del siglo XX. / EL PAÍS / MUSEO DEL FERROCARRIL
Los viajeros duermen, o lo intentan en lucha con el viejo traqueteo del tren, mientras el interventor y el camarero dan carrete a la nostalgia en medio de la madrugada castellana. "En uno de mis primeros París-Madrid de noche, en 1975, me enteré de que Santiago Carrillo había subido solo y de incógnito”, relata con melancolía y cierto orgullo Julio, 40 años como interventor en Renfe, prácticamente todos subiendo y bajando de Madrid a París en esos interminables trayectos de 15 horas que ya son casi de otra época.
“Él estaba cruzando a España de forma clandestina porque entonces el Partido Comunista era todavía ilegal y tenía prohibida la entrada en el país", recuerda. "Me lo dijo un compañero de trabajo que sabía que yo era miembro del PCE e hijo de exiliado, aunque no llegué a ver a Carrillo porque no salió del camarote en ningún momento por miedo a ser detenido. Unos meses antes de morir, en un mitin en Vistalegre, me acerqué y estuvimos recordando ese viaje".
Temporeros de la vendimia, en un viaje nocturno en los años ochenta. / ARCHIVO DE LA REVISTA 'CARTA DE ESPAÑA'
Julio y el responsable de cafetería, Julián, forman parte una noche de primavera de la tripulación de uno de los pocos trenes nocturnos que resisten en España, el que une Madrid con Galicia. Apenas sobreviven cinco rutas de una forma de viajar tan antigua prácticamente como el propio ferrocarril, repleta de evocaciones cinematográficas y literarias, y símbolo de cómo han cambiado las comunicaciones en las últimas décadas.
En sus 150 años de historia, por sus vagones ha pasado gente de toda clase y condición: la alta sociedad de principios del siglo XX, temporeros de la vendimia, emigrantes del franquismo, inmigrantes que se colaban y se ocultaban bajo las literas para pasar la frontera, folclóricas, mochileros del Interrail y hasta exiliados políticos, como el histórico líder comunista en los últimos coletazos de la dictadura.
Estos servicios se inauguraron alrededor de 1860 y durante mucho tiempo representaron una parte importante del negocio del ferrocarril en España. Ahora, con el monocultivo del AVE, han quedado como algo testimonial y quién sabe si condenados a la extinción. La compañía evita pronunciarse sobre su supervivencia.
FOTOGALERÍA | UNA NOCHE EN EL TRENEL PAÍS pasa la noche en una de las cinco rutas que sobreviven en España, la que une Madrid con Galicia. / LUIS SEVILLANO
"En los ochenta y principios de los noventa llegó a haber unos 40 trayectos, en total, unos 80 trenes en ambos sentidos cada noche”, explica Alfonso Marco, trabajador desde hace más de tres décadas en Renfe y Adif, y autor del blog Viajes ferroviarios de ayer, hoy y mañana. “Pero cuando la aviación se popularizó y, más recientemente, se ha extendido la alta velocidad, la oferta ha ido cayendo. Lo mismo está ocurriendo en toda Europa occidental. Francia solo conserva ocho o diez servicios, cuando hace 20 años tenía unos 60".
"En los cincuenta, salíamos de Zaragoza a las diez de la noche y llegábamos a Madrid a las ocho de la mañana", recuerda Ernesto Fernández, uno de los usuarios habituales de la época. "En tercera [la categoría más baja, suprimida en 1966], los asientos eran de madera y había muy poco espacio para las piernas. Iban abarrotados de militares sin graduación; muchachas del servicio, las llamadas marmotas; familias modestas en las que no faltaba una tortilla de patatas; y la triste e inevitable pareja de la Guardia Civil, que a veces transportaba una cuerda de presos a otra ciudad. La velocidad media era de 35 kilómetros por hora. Uno llegaba molido y con los ojos hinchados por la carbonilla de la locomotora. Los chicos del Auxilio Social [organización de ayuda humanitaria creada por el franquismo] pagábamos la mitad, 39 pesetas".
Camarote con tres literas de 1994. /MUSEO DEL FERROCARRIL DE MADRID
Estos vagones fueron ocupados también por los emigrantes que buscaban un futuro mejor en otras partes de España y de Europa. El actor y director Carlos Iglesias fue uno de ellos. En los sesenta, con poco más de cuatro años, viajó con su madre durante tres días desde Madrid a Suiza para encontrarse con su padre, empleado en una fábrica.
"Me acuerdo que la primera parte, hasta Barcelona, la hicimos en un nocturno y, no sé por qué, íbamos en el pasillo, en tercera", detalla el cineasta. "Los trenes eran muy sucios. Mi madre me decía continuamente que no tocara nada. Había coches-cama, pero los emigrantes nunca nos montábamos ahí", apunta Iglesias, que llevó este viaje al argumento de su primera película, Un franco, 14 pesetas. Probablemente, su madre compró dos medios billetes, algo habitual en los estratos más humildes de entonces, que daban derecho a subir pero no a sentarse, con lo que muchos terminaban en el pasillo.
El lujo de los coches-cama
Los coches-cama, retirados de la circulación en 2005, entraron en funcionamiento en 1880 con un Madrid-Hendaya y durante muchas décadas fueron lugares de lujo y confort, solo accesibles a los sectores más pudientes. En 1896, en un Madrid-Irún que duraba 16 horas, dormir en una cama suponía un suplemento de 23 pesetas sobre el billete de primera categoría. Estos trenes llevaban adosados coches-comedores, cuyas cartas de comidas y bebidas de principios de siglo revelan el elitismo de sus clientes. En 1902, se ofrecían diez marcas distintas de champán, doce de licores y hasta cinco de agua. Desayunar costaba dos pesetas; almorzar, cinco; y comer, siete; salvo en el caso de los criados de los viajeros, a los que les reservaban una comida distinta (sin especificar en las cartas) y más barata (almorzar, tres pesetas y comer, cuatro). En otro documento de 1929 se lee cómo se establecían los turnos de comidas y se advertía a aquellos que no tenían billete de primera clase de que no podían quedarse en el restaurante después de terminar.
Con los años, el tipo de viajero se fue homogeneizando, y ahora se puede elegir entre asiento, litera en un camarote de cuatro plazas, en un compartimento doble con aseo o incluso con ducha y servicio. Pocos parecidos quedan tampoco en la zona del restaurante. El comedor del Trenhotel a Galicia está completamente vacío (hace un año se quitó la cena gratis para la máxima categoría) y solo la cafetería registra algo de movimiento durante las dos primeras horas.
Emigrantes a punto de partir en un tren nocturno. / ARCHIVO DE 'CARTA DE ESPAÑA'
Allí, Dolores, de 22 años, cena un bocadillo de bacon con queso mientras cuenta que esta es la primera vez que sale de Galicia. "He ido a Madrid dos días a ver a un chico que conocí en un chat, pero no ha pasado nada, ¿eh?. Yo no soy como la mayoría de los jóvenes", aclara seria. Un poco más a su derecha, Agustín, un marine argentino de 25 años que acaba de terminar una misión de cinco meses en la Antártida, escribe a mano las vivencias de su viaje en tren por Europa recién comenzado. “En mi país los asientos todavía son de madera”, confiesa. Al fondo, un hombre de mediana edad saborea un gin tonic antes de acostarse en su litera.
A las 12 de la noche, una hora y media después de salir de Madrid, las luces de los vagones se apagan y al cabo de unos minutos la cafetería se queda casi desierta de clientes. Entonces, Julio y Julián recuerdan sus 40 años pasando las noches sobre las vías: cuando tenían que amarrar la puerta de su camarote con un cinturón porque una banda de ladrones entraba a robar con demasiada frecuencia; una noche de principios de los ochenta cuando ETA tiroteó el tren y los disparos le pasaron entre las piernas a un americano; la época en la que la cocina funcionaba con carbón y las camisas blancas terminaban negras... Historias de trenes nocturnos que, tal vez, pronto serán historia.

Las cinco rutas que resisten

Una viajera, en un coche-cama a principios del siglo XX. / MUSEO DEL FERROCARRIL
Los nocturnos que siguen existiendo son, eso sí, historia andante del ferrocarril. El Madrid-Lisboa y el Hendaya-Lisboa, por ejemplo, son herederos del mítico Surexpreso, que en 1887 empezó a enlazar nada menos que Lisboa, Madrid, Irún, París, Calais y Londres en 58 horas. El Barcelona-Galicia, el de mayor longitud de España (casi 1.300 kilómetros), fue bautizado como el Shanghái por un dicho popular que decía que su "recorrido de 48 horas [ahora lo hace en 15] era tan largo como irse a China", apunta Jordi Villalta, guía del Museo de la Historia de la Inmigración de Cataluña. Estos tres trenes, más el Barcelona-Granada y el Madrid-Galicia, son los cinco que aún aguantan. Su ocupación media es del 70%, según datos de Renfe.
El legendario Estrella Costa Brava, que enlazaba Madrid y Barcelona, ha sido el último en desaparecer. La conexión nocturna entre las dos ciudades se estrenó sobre 1883 (entonces se empleaban 20 horas) y hasta principios de los noventa hubo tres trenes por noche en ambos sentidos. Hace un mes, Renfe suprimió el único que continuaba por "deficitario, obsoleto y falto de confort", y porque los primeros AVE del día pueden cumplir la misma función en un tercio de tiempo, según la compañía. Para ello, prometió aumentar las plazas de oferta.

No hay comentarios: